Circo Da Vinci (pasen y lean)

Desde que comenzó la inicua campaña mediática contra El Código Da Vinci, filme sin estrenar incluido en la quema antes incluso de ser visto por nadie, aumentó la expectación por el estreno de dicha adaptación. Todos queríamos saber como se esgrimiría tal tarea, a pesar de lo predecible del resultado. Y es que no podía ser de otra forma: Hollywood no se atrevería a mover una sola línea de esa novela multimillonaria, cuya lectura resulta de por sí un ejercicio de pura sugestión cinematográfica. Vamos, que Dan Brown había escrito cine envolviéndolo con diferente celofán (éste, más goloso que cualquier guión: la oportunidad de otorgarle el placer al ciudadano de saberse lector de algo más que las facturas de teléfono). Lo mismo que Crichton, Clancy, o King (éste solo a veces), pero con un poquito más de gracia. Desde luego, con la misma torpeza y simplicidad que los dos primeros, aunque sin la picardía y perversidad cómplice del tío Stephen.
Así pues, este código proporcionaba una llaneza absoluta en su estilo, además de un argumento ajado e incluso estrellado con anterioridad. Pero eso sí, entretiene y engancha de manera atroz, llevándolo a uno al terreno que el autor (o más bien la editorial, desea). Puede que no sea más que un efímero e intrascendente crucigrama extremo, pero lo cierto es que el placer de contemplar el aparatoso espectáculo que ha arrastrado su efecto, aglomerando en un único frente de indignación y estrangulamiento de gritos celestiales a culturetas, curas, e historiadores del mundo, merece la pena. Bueno, eso y, no lo digan muy alto, la diversión que proporciona verse parte de una historia que, insisto, atrapa con facilidad asombrosa.
Así que le tocaba mover ficha a la industria del cine, y para la adaptación (perdón, mudanza debería decir) escogieron al chico bueno de la primera fila. Convertido en un hito del buenrrollismo y la benévola voluntad gracias a esos míticos capítulos de Los Simpson, Ron Howard se hizo con el puesto. Al proyecto aportó, como no podía ser de otra manera, su estrábica percepción de lo dramático (esos flashbacks entre campos florados, a blanco y negro y con música funeraria). Del reparto, se podría decir que les ha costado bien poco meterse en el disfraz. Cada actor parece desempeñar su tarea con una facilidad pasmosa, como si pasaran por allí. Es el caso de un Tom Hanks que ha parecido embutirse de manera preocupante en un método de interpretación similar al del personaje de Will Ferrel en Melinda y Melinda. Si éste añadía siempre cojera a sus representaciones, Hanks proporciona diferente grado de sobrenatural papada a las suyas. Esta vez, a Langdon le ha tocado la más grotesca, peor incluso que aquella que se marcaba al besar a Meg Ryan (aunque entonces sí se lo perdonamos, pobrecito…). El resto del elenco, a excepción de Bettany (gran Silas) y Amelie (¿alguien la llama por su nombre?) es más de lo mismo, como un Renno que parece dormir con una placa debajo del colchón, o ese Ian Mclein para quien los guionistas reservaron las frases más anárquicas de un guión que es pura caligrafía. Sus líneas de diálogo las interpreta con la gracia que solo un mariquita que por fin ha asumido su condición de locaza (olvídense del coñazo de Dioses y Monstruos). El chiste en el que pronuncia la palabra “pene”, suena en su boca como la música en manos de un Mozart sin medicación. La ex musa de Jan Pierre Jenuet debería aprender de sus compañeros y divertirse un poco más a la hora pisar un plató, al menos para una producción como ésta. Se empeña en bucear en la psique de sus personajes, en ser intensa, profunda… Agh. ¿Lo adivinan? Su Sophie Neveau duerme a las piedras.
Pero, a pesar de todo, el reconocimiento plácido al que la película somete al lector puede caer en un banal efecto somnífero. Y además, se olvida del espectador que no ha comprado el libro de Brown. Por ejemplo, en ningún momento se mencionan las profesiones del viejo Saunier, ni de su nieta. Pero ahí entraríamos en materia quisquillosa, la de un análisis que, desde luego, no pide El código Da Vinci. Lo que sí parece reclamar a gritos, vista la falta de ritmo del filme, es una máquina del tiempo demente, o una tarta parlante. ¿No creen?