miércoles, marzo 26, 2008

Lluvia carpetovetónica


Esta semana santa pasé unos días en Madrid, visitando a unos amigos y viendo mojarse obras. Lo hice en pleno bullicio de la actualidad centro-Hispánica, porque nunca se han visto unas vacaciones tan alegres y movidas en este país desde los tiempos del GAL —mis tiempos— ahora que recién ha renovado gobierno y planteado una parálisis nacional a cuenta de una cuestión de Estado tan sumamente trascendente como el vestido de novia de Belén Esteban, suerte de virgen o mártir posmoderna que se pasa todo el año de procesión.

Yo en Madrid siempre me pierdo debido a mi estéril sentido de la orientación, y en esas estaba, perdido, cuando vi mi ánimo saturado de emoción al creer encontrarme qué cosas con la mismísima Esteban, paseando por los vericuetos de una conocida calle de pendencia, para desilusionarme de inmediato al comprobar que no era más que una vulgar fulana. Tras esto, seguí caminando marchito y dando patadas a las piedras.

De camino a casa de Enrique, tuve la suerte de toparme con una procesión, y pude contemplar cómo en medio de la algarabía folclórica surgía de entre la muchedumbre un anciano con boina que, valiente él, se interponía en el camino de los nazarenos para abrirse la gabardina —repleta de chapas, medallas y pins militares— y sacar una harmónica con la que tocó, estoico, el glorioso himno de España, para regocijo de sus coetáneos.

—Esto es música, cojones, y no la mierda del chiki chiki.

Reconozco que aquello me conmovió.

Ya luego, saliendo de casa de Enrique, paré a tomarme un café en una cervecería cualquiera en la cual renovaba fuerzas una muchachada un tanto nazi compuesta de siete tipos altos y pelados, vestidos con chaquetas militares, vaqueros y botas, que bebían generosas cantidades de alcohol en jarras de esas antiguas, sobredimensionadas, que ya no se ven por ningún lado, uno por uno y de casi un trago, al aliento de los simpáticos bramidos de ánimo proferidos por sus colegas, «uh-uh», mientras de fondo sonaba una música de pasodobles.

Escudriñé al barman, a ver si ponía gesto de susto, de hastío o si sencillamente atendía sus labores con una sonrisa cómplice que viniera a decir algo así como «ah, los chavales», pero no pude distinguir más que un preocupante déficit a la hora de cumplir con una tarea tan aparentemente automática y simple como creo es la de respirar.

El barman estaba gordo. Parecía colchonero. Era buena persona.

Algo cansado abrí La Razón para comprobar mis finanzas: Mariano Rajoy decidía continuar al frente del Partido Popular, fiel a esa terquedad típica de quienes ganan unas oposiciones duras —notarios, registradores— y se imbuyen de una permanente sobrevaloración de sí mismos; además, la liga estaba sentenciada y en la tele echaban cuentos para no dormir.

Pues qué bien, oye. ¿Noventa, dices, por el café? Toma el euro y quédate con el cambio. Adiós, volveré por aquí. Y mírate eso de respirar.

Con lo puesto, acabé dando vueltas hasta que a la noche me metí en una taberna de irlandeses donde bailaban irlandesitas, y ellas no bailaban de risa, no, como nosotros, que lo hacían de verdad. Una de ellas —pelirroja, claro— me invitó a un trago, y yo acepté con timidez, porque aquí esas cosas no se hacen, en este país somos nosotros quienes invitamos, y la cerveza sabía a gloria. La chica me preguntó por Luis, Raúl y la selección, y luego por Zapatero.

—Mira, nena, no te ofendas —le dije—, pero a mí España me importa un carajo.

Y de camino, esta vez, a su casa, cantamos un pasodoble mojaditos por la lluvia que piadosamente se había abstenido de caer unas horas antes, en un gesto divino para con los rebaños del fandango y la virgen dolorosa. Amén.

miércoles, marzo 12, 2008

Elegí un mal día para dejar de fumar

Image Hosted by ImageShack.us

Dicen que ahora lo romántico es pasar, no involucrarse, dejar que el mundo gire y se destruya mientras la vida aún siga teniendo jugo que exprimir y se pueda hacer de ella una metáfora de limón. Dicen que lo romántico es el nihilismo pasado por la batidora y la sonrisa a destiempo, que el futuro está averiado y que a cambio, nosotros, debemos vivir el presente. Que hay razones para creer. Pero hoy, y no mañana. Y ya te está faltando el tiempo.

Todas esas cosas dicen los teóricos más cómplices y optimistas encargados de teorizar sobre ti y sobre mí y nuestra indolencia cívica. Porque no votamos anteayer, y anteayer había que votar, aunque fuera al menos malo. Y nosotros follamos y quisimos a una chica guapa o a un chico que nos hiciera sonreír, y fuimos tontos, y nos dio igual, y fuimos irreverentes, y así nos va…

Porque es mentira. Todo una hermosa mentira. Nos creímos superiores a ellos por vivir cogidos de la mano hacia una destrucción idílica, y estábamos equivocados. ¿Acaso no cabía la posibilidad de que los males endémicos de la vida real nos afectaran también a nosotros? ¿Acaso no podíamos caer enfermos, hipotecarnos o perder la llama de la pasión? ¿Acaso no era todo tan predecible como temíamos al principio?

Fuimos juntos una sociedad que creyó en pasar y no votar al menos malo por creer estar situada por encima, no del bien ni del mal, sino de la escala de grises. Fuimos juntos una hechicera y al mismo tiempo insidiosa mentira. Fuimos tontos. Fuimos idiotas.

No éramos especiales. No. Éramos tan vulgares como el que anteayer depositó su voto en una urna a favor del menos malo de los candidatos y mantuvo una álgida discusión sobre los peligros de la telebasura al volver del colegio electoral. Por lo menos mi niña tendrá ahora más becas que con los otros, dirá la mujer del voto, y con más razón que un santo. Ninguno de nosotros —mierda— supo ver lo perdidos que estábamos.

Puede que a fin de cuentas la mentira haya merecido la pena, porque nos la creímos. Pero es que no era verdad.

Mira.

En la tele están dando Escenas de Matrimonio.

free web stats
.