Julios Henry (más conocido como Groucho Marx) era un señor bajito, con mala uva, de clase media baja, muy americano, escéptico, de convicciones morales reprobables y serios problemas con la bebida, que un día descubrió que podía ganar dinero (sin duda, lo que más le gustaba hacer en el mundo) trabajando como cómico, razón por la cual se pintó un bigote y explotó laboralmente a tres de sus cuatro hermanos, Zeppo, Chico y Harppo (a Gummo, de quien se sospecha era mitad negro mitad judío, lo marginaron), e inspirado por motivaciones exclusivamente económicas se decidió a formar el famoso grupo artístico-familiar cuyo recuerdo sobrevive inexplicablemente a nuestros tiempos.
Ningún otro Marx tenía entre sus planes triunfar en un terreno diferente a la música, de la que eran virtuosos, especialmente Chico (en el piano) y Harppo (al arpa), por lo que su primera reacción ante los descabellados propósitos de Julius fue de total confusión. Dijeron no, lo que desagradó a su despiadado hermano, quien no tuvo reparo en obligarles, haciendo ademán de un desprecio abusivo por la dignidad humana, a aceptar su propuesta, aunque tal empresa supusiera el sepulcro irrevocable de su carrera musical para concentrarse de lleno en la comedia. El codicioso Groucho, ávido de dólares, fama y mujeres, mantenía hacinados en condiciones denigrantes a sus hermanos en un piso situado en la zona alta de Yorkville, donde les suministraba agua sucia y víveres (básicamente bocadillos de gatos y otros animales en estado de descomposición, cocinados por el propio Marx), mientras él se fundía los pobrísimos estipendios que el conjunto recibía a modo de recompensa por sus actuaciones en garitos neoyorkinos en el consumo desmesurado de coñac y cigarros-puros. Como prueba fehaciente de la crueldad con la que azuzaba a sus hermanos y socios para el recreo nocturno en shows de barra libre —para los que estaban claramente incapacitados—, sin mayor afán que el estrictamente crematístico y con motivo de cubrir sus prodigados vicios, tenemos la minusvalía de Harppo (en efecto, el mudo), que muchos creían real cuando no era más que una artimaña publicitaria instigada por el propio Groucho, quien debido a su detestable sentido del humor creía harto risible las deficiencias físicas y mentales, así como también disfrutaba recreándose en enfermedades como la lepra y el cáncer, en especial cuando afectaban a niños, y en especial también cuando éstos eran pobres, huérfanos y carecían de hogar. Sabemos pues que el mayor de los Marx, para hacer totalmente creíble el mutismo de Harppo, le sometía a diarias palizas con cinturones de cuero y aceite hirviendo con el fin de que aprendiera a no emitir ningún sonido aun cuando el dolor fuera tal que el desahogo mediante grito fuera irremediable. Las advertencias eran claras, concisas y atemorizantes (“un fonema más y te corto el gaznate, basura”), por lo que Harppo aprendió a prescindir del habla para comunicarse, aunque semejante cualidad no le estuviese impedida congénitamente.
(Algunos historiadores sitúan el germen de este comportamiento inicuo en el trato que los Marx recibieron de pequeños a manos de su padre, iracundo albañil del que tenemos constancia era feo, calvo y mala persona —¿acaso puede ser buena persona un hombre que bautiza a sus hijos con nombres tales como Gummo, Harppo o Zeppo?—, y que según cuenta la leyenda urbana —que nosotros daremos por religiosamente veraz— dio de comer como liturgia gastronómica a todos y cada uno de sus retoños en el día de sus respectivos bar mitshvah, en edad de trece años, sus prepucios pasados por la sartén y acompañados de ingentes dosis de vino. Además, le pegaba a su mujer.)
También tenemos constancia de la actividad de Marx como colaboracionista pro nazi y masón de los malos, de los que sacrificaban vírgenes y bebían pus. En la logia fue, según asegura el experto en malabares D. Mayory Jr., donde aprendió numerosos chistes sobre marquesas, que más tarde usaría en sus películas, y donde practicó por primera vez el arte del absurdo, no por genio propio, sino por causa y efecto de una desagradable melopea que le hizo responder con un ‘quizá mañana’ cuando fue invitado por el maestro de ceremonias a desalojar la sala tras vomitar en la vagina a una menor de edad que casualmente era su hija, lo que provocó el regocijo del resto de masones perversos, quienes no cejaban de frotarse las manos.
Queda así demostrado con numerosas pruebas y datos y testimonios que Groucho Marx no era quien parecía, sino que en verdad pertenecía a la peor de las raleas —y no estoy hablando del judaísmo— que el bajo New York pudo albergar en su seno de alcantarillado, vodevil y mierda, y que por no ser no era ni gracioso. También hemos demostrado que se pintaba el bigote con cera. Muchas gracias por su atención.
(Este mismo artículo fue publicado en el fanzine Mondo Brutto en 1999, titulándose el mismo: Groucho: historia de un farsante; en el suplemento La Luna de Metrópoli, de el diario EL MUNDO, en el año 2001, bajo el título: Las gracias de Groucho Marx no era tan graciosas; y en La Vanguardia, a fecha de 2005, a doble página, con fotos , negritas y título homónimo al publicado en este blog.)