Desmitificando al Lute
En España la literatura del delincuente empezó a calar con el Lute, y a él y su recuerdo le debemos en buena medida el asentamiento de esa mitología tan entrañable y chulesca, la del ladrón. Las dictaduras tienen muchas cosas buenas, lo que pasa es que la gente es de ideas fijas y se pone muy tensa y muy fascista a la hora de debatirlo, pero es indudable que las tiene, y entre ellas la mejor es aquélla que justifica el crimen con el chollo de la opresión. Recuerdo que durante el período franquista mis mejores amigos atracaban ultramarinos a la voz de ¡Libertad! o ¡Franco cabrón! y luego compartían el botín conmigo en la adquisición de fruslerías subconsumistas bastante alejadas del bolcheviquismo y el anarcoterrorismo que ponderaban con entusiasmo desatado. Al Lute le tocó ser el enemigo público número uno en tiempos donde los enemigos de la patria eran rojos y masones, que a todos nos caían muy bien y alguno incluso lo era, con lo cual hoy es inevitable la reminiscencia del estado opresor en cada atraco mediático. Los autocracias tendrán sus defectos, pero son esos defectos los que nos legitiman para virar la tortilla y agitarnos la conciencia moral haciendo de lo bueno lo malo y de lo malo lo mejor; las dictaduras inmunizan éticamente a las sociedades y con ello nos autorizan para utilizar la violencia y unirnos al crimen, lo cual desmadra un poco el panorama, pero siempre de un modo familiar, porque al fin y al cabo y pase lo que pase, todo queda en familia. El terrorismo, sin ir más lejos, es un invento —involuntario— de las dictaduras, y qué sería de las civilizaciones occidentales de hoy en día sin el terrorismo, por dios. Inconcebible. A pesar de que ahora muchos agachen la cabeza, ¿quién no brindó el día que voló Carrero? Para nosotros las bombas eran una forma más de libertad, que aún encima era divertida y nos hacía sentir peliculeros; ahora con el coñazo de la democracia dando por detrás todos tenemos demasiado claro dónde están los polos; sin enemigos que justifiquen nuestras fechorías la vida es un aburrimiento. Así pues, el Estado de derecho obliga al peatón actual a inventarse las causas, y hay quien tiene la torpeza de caer en la trampa y creérselas, de ahí que los terroristas actuales nos resulten tan antipáticos.
Después del Lute vinieron el Pera, el Vaquilla y sucedáneos. Ésta era una España desteñida que se esforzaba por ser algo, puede que moderna, pero que de puertas para dentro seguía siendo tan cutre tan marrón y tan española que a todos nos entraba la risa melancólica al oír por la radio las medallas de cartón que la delincuencia juvenil se ponía al cuello. Había demasiada pana, demasiados garitos y demasiada heroína. De aquella época, más bien confusa, conservamos con interés documental la lente empañada y húmeda de una de esas miradas translúcidas en su suciedad —en la que, por cierto, se recreaba—: la de Eloy de la Iglesia y sus películas, que sin pretenderlo hoy se nos antojan irreverentes, cuando en realidad fueron concebidas desde la tristeza, el pesimismo y el nihilismo desideologizado. De ahí en adelante nos estancamos en la materia: sólo había barcos y narcos. Las drogas lo cambiaron todo porque hicieron del pequeño delincuente un don nadie y un don mierda; lo consumieron hasta distraer la atención al que le proporcionaba el combustible descombustibilizador. ¿Para qué interesarnos por los callejones cuando podemos focalizar nuestra atención en el que arrincona allí a la escoria? Con las drogas vino la autodestrucción, también muy heroica y literaria, pero menos comercial, con lo que la lírica del crimen se mediatizó en exceso, volviéndose elitista. El Partido Socialista, Ruiz Mateos, etcétera, ayudaron bastante en la progresiva gangsterización nacional en la que cada ministro (y, por qué no, cada guardia civil) era un pequeño Capone. En el poder y en el poderoso estaba el morbo; las páginas de sucesos se vaciaban en las revistas rosa y las peluquerías.
Tuvo que venir, allá por lo noventa, un bizco muy gracioso, calvo pero con peluquín, para dignificar de nuevo el crimen y devolvérselo al pueblo, que es a quien de verdad pertenece. Con el único propósito de joder al jefe, este empleado de una empresa de seguridad cuyo muy castizo rostro parecía extraído de una viñeta de Ibáñez, se largó con cincuenta kilos en un furgón blindado. Aquél era un dinero sin propietario, dinero indefinido, abstracto. Dionisio Rodríguez, El Dioni, se hizo con nuestros corazones y hasta con una canción de Sabina; luego huyó a Brasil, se folló la pasta, lo capturaron y torturaron en una comisaría de Río, fue extraditado a España, entrevistado varias veces por el Loco de la Colina y coronado como ídolo de masas. También grabó un par de elepés de bossa nova fusión. Quizá por ser una chapuza (¿hay algo más nuestro que una chapuza?) el golpe del Dioni caló tan hondo en la España de los noventa, que quiso ver en él una bofetada contra todos los jefes y todos los bancos del mundo. A falta de sueños americanos buenos son furgones.
En los últimos tiempos hemos sido testigos del auge y caída de un nuevo juguete roto, de la vida y ahora de los medios, que quiso ver en las aspas del molino y las fauces del Estado un óbice para la libertad individual y la felicidad sentimental: El Solitario, como hasta hace poco lo conocíamos, logró erigirse como enemigo público número uno apoyado en un método rústico pero efectivo (en cierto modo también algo chapucero); disfrazado de Eugenio (el circunspecto catalán que ametrallaba chascarrillos) entraba en los bancos asido de una muleta con la que sorteaba el control de metales, y en una tocata y fuga algo atropellada obligaba con comedida brusquedad a los bancarios a llenarle una bolsa con billetes grandes para luego salir pitando en su todoterreno, bien blindado y provisto de numerosas armas y munición. El dinero, como recientemente hemos sabido a tenor de su detención, se lo enviaba, romántico él, a su novia brasileña, a la que presuponemos más joven y bella que el delincuente. Alrededor de dos o tres años llevaba El Solitario atemorizando a las fuerzas de seguridad del Estado con sus fechorías; en ese tiempo tuvo ocasión de decepcionarnos por primera vez a aquellos que depositamos nuestras ilusiones en él con un par de tropezones que supusieron el asesinato de dos señores policías. Eso de matar, sin que en absoluto desmerezca sus gestas políticamente, sí las enturbia desde una perspectiva ética, cosas de la democracia (que como ya hemos dicho amaricona) y los principios morales. Uno se pone pudoroso a la hora de desearle suerte a un asesino, por mucho que la suerte no se la desee para asesinar, sino para robar. (Esta cuestión, la del remordimiento y los principios, que no deja de ser periférica, sí interesa bastante a las masas y es ciertamente discutible, pero ya hemos dicho que hay determinados tabúes para los cuales los progres, los rojos, los masones, la gente prudente, los lectores de Paul Auster, los contertulios de la SER y algunas buenas personas suelen tener bastante reparo en tocar, y se ponen fascistas, dogmáticos y tensos, muy tensos, al hacerlo.) Con la detención y posterior lapidación de El Solitario no se ha hecho sino descuartizar el mito, aniquilar lo poco que quedaba de lirismo en la bohemia de la pendencia y el sarao del crimen. Yo ya había empezado a desconfiar de este hombre cundo leí la frase con la que había increpado a una cajera, justo antes de tirotearle el pie ante lo exiguo del botín: ¡Dame los cuartos! Esas palabras evidencian la poca clase de un ser que probablemente adolezca de algún desequilibrio psíquico grave.
Al Lute, con su recuerdo reducido a anécdota de mecedora y a latiguillo de labio fácil (camina o revienta), con su leyenda y su poesía, se lo han cargado (nos lo hemos cargado) entre todos. El pobre, al que el bigote le ha espesado y encanecido, ya se había encargado de desmitificarse él solito cuando no hace mucho acaparó algunas portadas por pegarle palizas a su mujer, siempre presuntamente, pero nos hacía ilusión creer que era algo más, que había estudiado derecho en la cárcel y que la sangre y las lágrimas, en su caso, sí habían merecido la pena. Quizá nos equivocamos o quizá no. El caso es que nos hemos convertido en una generación de escépticos cuyos e hijos y cuyos nietos son más escépticos aún. No creen en los reyes (por no creer no creen en la infanta Sofía), cómo van a creer en El Solitario, animalitos. El sorprendente parecido físico del atracador con Joselito, pètit ruiseñor de Alcobendas en la infancia y enfermizo politoxicómano en la madurez, no es más que una constatación certera y dolorosa de la realidad que parece empeñada en prevalecer sobre cualquier literatura o cualquier mito, porque la utopía del crimen y el criminal es líquida y cicatera; nos queda, en todo caso, el whisky y el sexo con las vecinas.
(Artículo publicado el EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, el 27/07/07)
A tomar por culo la cogerencia textual.
Y la coherencia también!
FREE SOLITARIO
FREE CURRO JIMENEZ
FREE O.J SIMPSON
FREE CHARLES MANSON
FREE CACHULI
El Solitario es Rajoy, que está solo en la dirección de su partido, y nadie le quiere ni le acompaña.
El resto es periferar.
Las lágrimas del Lute [pausa] eran cieeerrrrt-tas. Su mujer es una arpiiiiiiía [pausa aún más larga], arpía... ¿de dónde viniste?...arpía, arpía, arpía.
Me parece muy increíble que mañana viene un señor y dice que ha robado esto o lo otro en un ultramarinos, así, porque de repente le apetece y alguien le da cancha en un blog y le permite decirlo, sin ninguna prueba ni ninguna foto con el señor del ultramarinos.
Es que esto sólo puede pasar en este país, que alguien venga y se crea con derecho a alardear de ladrón sin ningún tipo de prueba de que haya robado.
Infame.
Lucía [pausa] ¿tú eres... [pausa aún más larga] les-bi-ana?
Qué va, si a mí me gustan las pollas con delirio.
Entonces es que eres... así.
Supongo.
Comprendo, comprendo...
[silencio], [calada], [risa].
HA-HA-HA-HA-HA-HA... HA.
Viniendo de donde viene este artículo, ha faltado una referencia a Margarita Saenz (esa mujer, por decir algo). No sé, aunque hubiera sido una dedicatoria cariñosa o algo.
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