De no ser un hijo de la gran puta serías torero, de no ser calvo tendrías coleta, y por lo tanto hoy sería el día de tu retirada. O eso dices. Dices que lo dejas, que para qué, para qué ya, joder, a estas alturas de la vida, de la mala vida, la perra vida. Dices que lo dejas y que lo haces por el brillo de unos ojos que quieren seguir brillando. Treinta y cinco años, muchas noches empalmadas y días empalmados, y terremotos y rulos y sirenas, bares, putas, putones, y alguien me puede explicar qué cojones estoy haciendo aquí. Toda una trayectoria. Un día te sentaste encima de unos labios tan obscenos y gigantes que no podían dejar de seducirte, y los labios te besaban el culo y de allí te fuiste al bar, y del bar a la catapulta, y de la catapulta a Marte, y en Marte entraste como los grandes, como los toreros, torero, con un ataque cardíaco y una nariz que no dejaba de reírse de todo, de todos, y sobre todo de ti. Eres un poeta de los pies a la cabeza, un sentimental, y por eso la vanidad no te cabe en ese corazón tan grande que tienes, y por eso crees ver a Dios en tu interior, por eso crees ver a Dios en el lado bueno que predomina en tu corazón, uno de los más grandes y generosos que has conocido nunca, tú, genio, poeta, cínico cabrón, que te declaras buena persona además de perdedor incansable. Ese Dios tuyo, ese Dios que llevas dentro y al que acabas de encontrar, te guía por un camino determinado y tú dices que vale, que de acuerdo, que por qué no, tampoco parece tan difícil. Con hombría y con circunstancias, que para eso estamos aquí. Como escritor eres el único vivo en tu lengua que merece la pena ser leído —salvando quizá a Rosario Barros—, o escuchado, también, porque todo tú es literatura, cagas meas y bostezas con más poesía que la primavera que es verano, socabrón, involutariamente nenufariano e involuntariamente inmortal. Como influencia, como Caín, como deidad —también involuntaria—, eres tan extraordinario como el pestañeo que una vez alcancé a distinguir entre esos ojos tristes que lubrican lágrimas de acero ante la adversidad. Ahora te han dejado y tú te cortas la coleta, pero solo un poquito, solo en lo esencial. Y nadie te cree excepto uno, uno muy ingenuo, que es lo suficientemente ingenuo y lo suficientemente imbécil como para seguir creyendo en aquello de que perder, de que seguir perdiendo, merece la pena.
Berto Zárate
tuet tuet tuet