La verdad
En las universidades insisten a los periodistas en que deben luchar por la verdad. Es algo que no entiendo: los profesores son unos irresponsables que abocan a sus alumnos a una vida profesional de infortunio en la que además de soportar el sudor de las redacciones, la cretinez de sus jefes y la indiferencia de los lectores se verán obligados a buscar la aburridísima verdad como un perro persiguiendo un autobús. Las universidades son un templo dogmático donde aprender un montón de reglas cuya única utilidad será la de apuntalar todavía más en nuestra conciencia que las reglas, o sea, sólo tienen un único cometido: violarlas. En ese aspecto sí podríamos asegurar que la universidad es una auténtica escuela de la vida. Pero pongamos un ejemplo sobre la insuficiencia de la verdad. Conocida es la cruzada que el periodista y profesor universitario Arcadi Espada defiende contra la retórica literaria en las informaciones periodísticas. Según él le verdad es suficiente y no precisa de adornos noveleros que hagan más atractiva la noticia. Por ello, ha dedicado buena parte de los últimos años a denunciar el incumplimiento de esta norma por parte de compañeros de la profesión en su blog personal, primero, y en el que actualmente mantiene alojado en El Mundo, después, cual chivato en pantalones cortos apuntando en la pizarra las gamberradas de sus amigos en ausencia de la maestra. El maestro de Arcadi Espada es el señor Pla (Josep), quien pasó a la historia de nuestra literatura por las anotaciones diarias sobre el periodismo y sus cotidianeidades y miserias en los cuadernos, grises y no tan grises, que Espada tiene hoy como su particular Biblia ética y estilística a aplicar en la vida y el trabajo. Pero hay un problema, o dos: Pla era un anciano catalán que vestía con boina y roía botas de vino, mientras que Espada es sólo un moralista; Pla nunca se tomó en serio a sí mismo, mientras que Espada se toma muy en serio a los dos, a sí mismo y a Pla; y etcétera. Leyendo los ambiguos y culebreantes apuntes de Espada sobre la profesión me alegro de haber hecho de ella una cosa más alegre, divertida y mentirosa durante mis años fértiles en el periódico donde ahora se dedica a él a poner las tildes sobre las esdrújulas. Inventé entrevistas, personajes y situaciones, exageré todo lo que pude exagerar, coloreé mis crónicas con infamias y desvergüenzas que no siempre eran verdad, pero que al menos hacían pasar un buen rato a los lectores y una irritación deontológica a mis jefes. Por último, señalar que hace un año coincidí con Espada en un acto y le eché el humo a la cara esperando una reacción. Lo único que hizo fue agachar la cabeza y mesarse el pelo. Le pregunté sobre la verdad, luego, y mientras hablaba no pude evitar fijarme en el abundante vello de sus brazos. Antes de que terminara, le interrumpí para contar chistes machistas y él se levantó de la mesa con cara de dividir entre trece. Conclusión: la verdad es para pringados. Me gustan los prejuicios y simplificar las cosas al máximo; opino, pues, que mi profesión podría dividirse entre los que como yo nos la tomamos con humor y los que como Espada hacen de ella un coñazo rutinario dedicado en exclusiva al cacareo de una realidad mediocre. Y es sabido que el lado oscuro chana infinito más que la monjita de Obi Wan.
No se crean: he tenido que hacer intensos esfuerzos intelectuales para clarificar mi mente y elaborar esta teoría; no todo en mí es palabrería frívola e inane. Fue cerca del año ochenta y cinco cuando preñé a mi novia Melisa y descubrí las posibilidades prácticas de la mentira. Los padres de Melisa, que por entonces aún iba al instituto, eran gente muy tradicional, y si no aceptaban de modo alguno nuestra relación menos aún iban a tragar con el embarazo; sin embargo, contábamos con la ventaja de que también eran gente despreocupada. Me explico. Por entonces los abortos no estaban tan en boga como hoy, y la chica era una sentimental, por lo que decidimos seguir adelante con el niño. Así, la solución al conflicto con su familia fue tan sencilla como descabellada: sencillamente, no se lo contamos. Cuando acudía a comidas familiares, sus estrambóticos parientes la azuzaban con comentarios del tipo: «deja de comer ya, que te estás poniendo como una foca». Y todos tan felices. La familia, por su parte, sigue sin tener noticias del churumbel. Ahora, que si bien yo había permanecido alerta al doble filo de la verdad, mi mujer no siempre fue tan astuta. Poco después del parto tuvo la osadía de confesarme dos cosas: la primera, que albergaba dudas acerca de la paternidad del niño, pues había mantenido relaciones con otro hombre; y la segunda, que me amaba profundamente, vamos, que me quería, vamos, que estaba enamorada. Tuvo lo que se dice un arranque de sinceridad, y lo pagó caro: yo no pude soportar la presión y me largué de casa. ¿Cómo podía decirme semejante barbaridad y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? Me refiero: ¿cómo podía decirme que me quería y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? El anacoluto atentaba seriamente contra mis principios. Por lo demás no tuve inconveniente en aceptar la no-paternidad del niño; al fin y al cabo ello me permitió abandonar el hogar sin cargo de conciencia alguno, retomando así la despreocupada vida de soltero que, en realidad, nunca había dejado atrás.
¿Qué habría sucedido si Melisa hubiese ocultado la verdad? ¿Qué habría sido de mi vida si no hubiese confesado sus sentimientos ante mi terror adolescente (por entonces yo contaba con escasos treinta años a mis espaldas)? Probablemente ahora mismo estaría corrigiendo con fruición las esquizofrenias literarias que los compañeros de prensa deslizan entre informaciones cada vez más deformadas y alejadas de la realidad merced a sus ambiciones estéticas, al igual que un Arcadi Espada cualquiera, en lugar de aquí, eructando mamarracheces en un blog de prestigio sin cobrar un duro. Habrá quien considere mi posición del todo patética o retrasada, y tendrá su razón; mas no dejará de preguntarse ese obtuso si es verdad lo que escribo o por lo contrario fingimiento de poeta, y he ahí el motivo de mi superioridad moral sobre aquellos que veneran la verdad como medida redentora para la miseria humana: yo soy la sal que envenena sus dietas; yo dinamito el mundo desde dentro. Pero de verdad. O más o menos. Ya me entienden. Así.
O artículo está terminhado dun xeito lamentable.
MERDA
Contradictorio completamente.
Al final sois todos la misma mierda.
MERDA
Siento un intenso cosquilleo en el agujero de mi culo.
Eso.
La vida es bella.
Yo amo la vida.
Es verdad.
Bueno, a veces me despierto por la mañana y lo primero que me pasa por la cabeza es un deseo irrefrenable de morir, pero luego, tras dar unos cuantos alaridos y desgarrar un poco las sábanas, se me pasa. Entonces ya amo la vida.
Entonces sí.
Te comprendo, Irene Villa.
Este artículo está finalizado de un modo lamentable, señor 6dedos.
Además de eso, la lectura se hace reiterativa y muy pesada. Y no tiene gracia. Y, bueno, ya sabe usted cuál es mi reproche más importante: no salen tetas.
6dedos me violó.
LO HICIERON
Nadie me quiere...
Amigo, usted no tenía que haber nacido, así que contento con saber escribir...
Estoy de acuerdo. La verdad es una mierda. Mucho más divertido perseguirse la propia cola, como el gato que busca un ratón que se ha comido el queso que se hizo con la leche que salió de la cabra que se comió la mata que creció en la huerta del payés de toda la vida.
Que sí, que es usted un inmoral y que la moralidad es una mierda.
TDA.
ok,thans so much for letting link to Iguana Care