domingo, octubre 26, 2008

Desmitificando la crisis


Cada vez que un país, continente o planeta atraviesa una crisis económica de consecuencias graves, el cretinismo de las masas se expresa con desaforada elocuencia en pos de hallar una solución a sus problemas primermundistas sin pasar demasiado por encima a los indigentes, los amotinadores del lumpemproletariado y los hambrientos tercermundistas, que al final han de ser siempre los que paguen los platos rotos de la gente rica de monóculo, pantuflas, bigote engrasado y frac.

Yo creo que la crisis no es para tanto, pero sobre todo que es de fácil solución. Mientras Estados Unidos pasa del liberalismo salvaje en busca de un socialismo urgente y descafeinado para activar la máquina de nuevo y los chinos se ponen avaros he tenido tiempo de anotar en mi bloc cuadriculado de periodista unas cuantas reflexiones que sin duda pondrían fin a este dislate macroeconómico que estamos viviendo con tedio, ignorancia y, un poquito también, con los cojones en la garganta, en menos que canta un gallo. Algunos dementes están aprovechando la crisis para hacer una radiografía crítica del sistema y determinar que el capitalismo está en decadencia y que hay que cambiarlo (atención) por un renovado ciclo comunista internacional. Son locos los que defienden esta simpática atrocidad, cierto, pero no deja de ser sintomático que el argumentario ideológico/económico de los analistas y expertos de todas las tendencias sea tan escueto como para obligarnos a incurrir, una y otra vez, en los mismos errores del pasado.

No acaban de entender estos genios que tanto capitalismo como comunismo son dos retales económico/sociopolíticos que no acaban de arreglar el mundo, y que por lo tanto hay que cambiarlos. Lo que propongo, pues, es una revolución plagiada de los clásicos, una revolución-llamémosla-neorromántica, donde no quepa la violencia ni el odio ni el resentimiento. Una revolución elegante, lo que se dice una pera en dulce de revolución. Para llevar a la práctica esta utopía convendría dividir el mundo en dos equipos tradicionalmente conocidos como poderosos y sometidos: los poderosos serían los ricos, y sus primos hermanos los ricos de espíritu; mientras que los sometidos serían los pobres e insensibles en general. Como no podía ser de otra forma, la revolución empezaría como se empiezan las empresas universales, o sea de abajo a arriba, o sea estilo bragueta. De este modo, si los pobres fuesen verdaderamente románticos (lástima que no lo sean) se pondría llevar a cabo el siguiente sueño dorado: que todos los pobres del Planeta Tierra se pusieran de acuerdo para suicidarse el mismo día y a la misma hora. Una vez hubieran desaparecido todos, veríamos a los ricos obligados a sachar el campo, a arar, a ganarse el pan con el sudor de su frente, a fregar, en fin, a todo.

Las ventajas de la revolución que propongo son contundentemente obvias: libraríamos a la sociedad internacional de unos cuantos miles de millones de seres infelices y el equilibrio de la honradez del trabajo físico y las nobles aspiraciones comunes relucirían como un Sol Imperial. Y sin violencia ni odio ni resentimiento. Elegantemente: como quien no quiere la cosa.

domingo, octubre 19, 2008

Memoria sentimental del ritmo

Tengo predilección por el ritmo, no lo voy a negar. Es algo que me obsesiona por culpa de mi capacidad de observación, y he de decir que dado el cariz contemplativo que ha tomado mi existencia en los últimos años bien podríamos asegurar que la observación se ha convertido en parte fundamental de la misma. Porque en la observación está el ritmo. El ritmo como partitura de la vida, el arte y sus miserias y barbaridades. Bum, bum, bum; no sé: ritmo.

Pero vayamos cronológicamente. Lo primero que uno recuerda siempre son las viejecitas. Las viejecitas —y sus casas— suponen gran parte del paisaje cardinal de los niños cuando aún no son más que pequeños observadores que ríen, lloran, aplauden o refunfuñan según cómo reaccione su engranaje emocional ante las monstruosidades cotidianas que registran merced a su avidez por la observación. Las viejecitas tienen una cadencia extraterrestre; todo en ellas me fascinaba, para bien y para mal, desde su pegajoso masticar a su forma de recorrer los pasillos, similar a la de un dinosaurio escuchimizado. El ritmo de las viejecitas es un ritmo lento, deleitoso. Para el niño inexperto, el joven observador, un buen rato en casa de su abuela es sinónimo de clase magistral de desarrollo del placer, mientras que un mal rato equivale a un anticipo del infierno, una especie de hoguera familiar. ¿Y por qué?: porque el ritmo de las viejecitas introduce al niño en una dimensión paralela donde la paciencia envuelve todas las particularidades de la vida como una telaraña. Descubrir a las viejecitas cuando eres un retoño es algo parecido a descubrir el cine de terror japonés cuando eres un pretencioso espectador de festivales de cine: a partir de entonces, lo ves todo desde otra perspectiva, desarrollando una autodefensa insomne al aburrimiento y una capacidad resignada para buscar entretenimiento, magia o estilo en lo que toda la vida se ha entendido como profundo sopor. El ritmo, o sea, y sus matices.

Hemos hablado de las viejecitas, de las personas. Hablemos ahora de las cosas. Hay un montón de objetos relacionados con la infancia que, educados en un ritmo específico, sobredimensionaban los límites del placer durante los años más fértiles de su instrucción. Tal es el columpio, que con su balanceo fue capaz de adelantarnos un resorte prohibitivo del goce devaluado con el paso del tiempo en esa cosa que hemos dado en llamar adrenalina sexual. Columpiándote se te forma un nudo en el estómago cuyo comportamiento dentro de los límites sensoriales del placer en nuestro cuerpo es difícil de explicar. A los niños de entonces se nos formaba un nudo en el estómago al columpiarnos en el columpio del mismo modo que a los adultos de hoy se nos forma cuando nos columpiamos a la vecina a espaldas de su marido. Esa adrenalina, identificada con la fruición más privada de nuestros instintos, proviene del ritmo, y cobra también formas extravagantes en los deportes de riesgo —puenting, paracaidismo—, la conducción temeraria o los estratégicos orgasmos del militar en el frente de guerra. Pero es todo ritmo, ritmo, ritmo. Bum, bum, bum. O bum, bum. O bum. Columpio, motor, balas. ¡Ritmo! (No me gustan las exclamaciones. Infartan los textos. Pero no he sido yo, que ha sido el ritmo. El ritmo que me lleva.)

La adolescencia. Lo cierto es que ya le tocaba. La adolescencia eran hostias a mejor precio, porque había una recompensa. La adolescencia era madurar, aprender a andar en bicicleta a base de estrepitosas caídas. Follábamos en la adolescencia. Y observábamos. No hay que olvidar ese cómputo: la observación. De ahí venía todo, incluido el sexo. Fuimos voyeaures antes que pollas. Simulábamos los polvos engrandeciendo el nombre de Onán, ¿y qué era aquello más que ritmo? La suma de los dos factores: ritmo y observación (primas, vecinas, madres). Luego venía la práctica. Ay, la práctica. Empezamos a follar con las chicas de nuestra clase, las pocas que no empezaban a follar con los chicos de las clases superiores. Había que romperlas; era muy violento. No había ritmo: sólo frustración. Luego cogíamos novia, y a esa novia nos la follábamos mucho, siempre que podíamos, a expensas de padres, vecinos y cuchicheos. Ahí te convertías en un profesor de energía; entendías el ritmo. Las chicas adolescentes no se cansan al follar. Y eso estaba muy bien porque tú tampoco te cansabas. Era exprimir el sexo, descubrir los citados matices del ritmo, amplificarte como ser humano por medio de un vehículo empírico hacia la extenuación personal. Más tarde te caías de la bici. Experimentabas, mentías, y llegabas a las de veinte, veintipico años. Ésas eran distintas. No seguían tu ritmo, y se dormían con la luz encendida. Eras buenas chicas, tú las querías. Pero no eran las de treinta/cuarenta. No. Sexualmente, ésas aunaban los mejor de cada una. Tenían el vigor de las adolescentes y la experiencia de las veinteañeras, que al final resultaban ser unas vagas. Las frágiles treintañeras solían venir de matrimonios ¿Qué era lo que necesitaban? ¿Qué era lo que buscaban en ti? Nada más y nada menos que un cambio de ritmo. El sexo a partir de los cuarenta es mejor no contarlo: se diría similar a El Padrino III: no es que sea peor que las anteriores entregas, pero es peor que las anteriores entregas, aunque nosotros lo resolvamos diciendo que es diferente: el sexo a partir de los cuarenta es igual: sólo un eufemismo. (Existe una degeneración del follar llamada 'sexo con amor'. Bien, esto es otra cosa. Hay un ritmo específico para el sexo con amor, que es múltiple y mutante, y que depende en gran medida del animal. En el sexo con amor no influyen las edades, teóricamente, hasta que dejan de influir, porque no todos los enamorados pueden follar siempre como si estuvieran enamorados. ¡Serían unos cerdos! De vez en cuando se salen del guión, y es ahí cuando las edades entran en juego. A veces, incluso, entran para quedarse definitivamente: pasa cuando el amor ha dejado de importar, o sea, cuando ya no se está enamorado. Cuando la culpa es de ellas.)

Vayamos al curro. En el curro todo es ritmo. Entiéndanlo: trabajo en redacciones. Grapadoras, traqueteos, ordenadores, fotocopiadoras. Y los folios. Cómo me gustan los folios. Ya sean limpios o rugosos, tradicionales o reciclados. Sólo si uno es capaz de abstraerse mientras trabaja puede leer entre líneas y adaptarse al ecosistema, porque adaptarse es coger el ritmo. Esto nos lleva al siguiente punto: las drogas. Las drogas ralentizan o aceleran el cuerpo y la mente y nos deforman humanamente para conseguir fines de sociabilidad o tenacidad laboral sorprendentes. La droga hace al lerdo más lerdo, al listo más listo y al bruto más bruto. Nos cambia la marcha, pero no el motor. Es un falso mezzoforte.

Hemos hablado de la vida: hablemos ahora del arte. La cultura se ha significado con histórica precisión a favor del ritmo. Para romper con un movimiento artístico es necesario dejarlo en bragas en pos de un nuevo estilo que epate al respetable, y para eso no hay nada mejor que el cambio, no hay nada mejor que el ritmo. Los antiguos eran contemplativos deficientes a los que el ritmo no les importaba un huevo, y como mucho esculpían a sus deidades en teatrales gesticulaciones de descacharrada viveza que quizá para algún despistado ofrecían sensación de movimiento, pero no son ni mucho menos un precedente a tener en cuenta. El ritmo empezó a ser arte con los medievales y sus guiñoles —muy listos, los medievales—, y sus endiabladas escenas de violencia hechas caricatura. Movimiento, ritmo, arte. Las pinturas, los cuadros, todo eso, ¡beh!, es arte para débiles. Los payasos, los mimos: los circos. Ahí empezaba a entender el ser humano la importancia de los silencios, las hostias y los cambios de ritmo (del monociclo al elefante); o lo que es lo mismo, a no confundir la velocidad con el tocino en el sentido más literal que se pueda aplicar a esta repelente frase.

Nos hemos saltado el teatro. Ha sido un olvido consciente. El teatro es literatura sobreactuada, y la literatura maneja el ritmo a través del estilo. Ha habido importantes estilistas del ritmo, e incluso escritores que felizmente cosificaban el ritmo, caso de Jack Kerouac. Capote dijo de On The Road que únicamente era mecanografía. Pero situémonos: ¿quién era Capote? Una víbora que aplaudía entusiasmada cuando Errol Flynt tocaba el piano con su polla. De esto podemos extraer que Capote era un frívolo imperturbable que no entendía de ritmo, sólo de gloria, fango y cigarrillos mentolados, ocupado como estaba revolviendo entre el hedonismo atormentado de su sórdido glamour. Mariquitas, ¡beh! No siguen el ritmo: ellos follan por el culo. Luego vino el cine. El cine es ritmo. Bum, bum, bum, acción, corten, positivar. ¿Han visto alguna peli de Howard Hawks, John Carpenter, Brian de Palma, Martin Scorsese? ¡¿Han visto alguna peli de Martin Scorsese?! Eso es ritmo. En la música no entro, porque yo no concibo la música si no es dentro de una película, ya sea real o ficticia, producto de mi imaginación o de la de otra mente enferma. Necesito poner imágenes a lo que escucho, identificarlo todo con retazos de mi vida o deseos primarios de inconfesable carácter depravado, y empastarlo todo en un puzzle sensorial que satisfaga mis instintos. Todo tiene que ver, como pueden comprobar, con el ritmo. Porque el ritmo lo es todo.

¿Todavía hay dudas? Normal. Las nuevas generaciones van a la palabra cruda, prescinden del ritmo, se simplifican en un prosaísmo sordo, como si el tener buen oído fuese una concesión al padre. Están engañados. Creen que ya tienen su ritmo. Creen que sobrevivirán a los correctores de estilo, reales o figurativos, que se encuentren por delante. Que permanecerán incólumes. Pero es todo una mentira gorda que se han creído por inocentes o por vanidosos; aún no saben que más pronto que tarde les estropearán el estilo, el ritmo, el amor y la vida, y ellos se quedarán tan sordos, mudos, ciegos y desnudos como cuando nacieron, sin nadie que les proteja ni les cure los fracasos, porque corren, cada vez más, tiempos cativos comos los de antes, y ellos lo ignoran, supongo que felices, supongo que vivos.

viernes, octubre 03, 2008

La desnudez


La desnudez como tal debe ser un invento de los curas, pues todo el mundo sabe gracias a ese macabro libro de aventuras llamado Biblia que Dios nos trajo al mundo desprovistos de ropa, con lo cual se deduce que la desnudez se inventó antes que la ropa y, por lo tanto, sin ropa uno está desnudo de la misma forma que no lo estaría en caso de que la ropa no existiese, o sea al principio de los tiempos, de forma que sin ropa no hay desnudez y viceversa, completando así un círculo vicioso similar al del yin y el yan, el bien y el mal, y haciéndonos comprender de un modo harto doloroso que la desnudez, originalmente, no era tal, sino que constituía la naturaleza original del hombre y hacía de nosotros animales libres, desprejuiciados y muy sexuales, al menos hasta que Eva la cagó comiendo manzanas prohibidas del árbol de la serpiente y condenándonos a pasar el resto de la existencia fuera del jardín del Edén (que por entonces era más elitista que el pazo de Meirás y Pachá juntos), donde sí hace frío y sí se necesita protección, es decir, abrigo, es decir, ropa, y donde se empezarían a crear los primeros pudores dando pie a la Iglesia para justificar, años más tarde, la escabrosidad de la desnudez con incontestables argumentos basados fundamentalmente en las amenazas y el terror, y la simbiosis emocional que los curas, de quienes sabemos son pérfidos además de frioleros, sintieron con el génesis bíblico y sus intríngulis de alcoba, esto es, para adoctrinar a la humanidad sobre el castigo divino al que el sexo opuesto está condenado por el resto de sus días como sanción por su imprudencia histórica al comer del árbol equivocado, pasando a la posteridad como objetos sexuales en manos de generaciones y generaciones de babosos ávidos por estampar su (alegórica) desnudez en elegantes pósteres colgados en las grasientas paredes de su taller de repuestos mecánicos favorito, al tiempo que en los púlpitos son denunciadas por los temibles curas, quienes por cierto gustan de vestir con divertidas faldas de reminiscencia estética claramente femenina (aquí debe haber algún rollo metafísico que se me escapa), en un gesto de desafío moral contradictorio que no debería extrañarnos a nosotros, los vestidos, pudorosos y miserables mortales de a pie, pues como ya hemos dicho los curas son los primeros sospechosos de publicitar la misma leyenda sobre la desnudez que hoy nos impide andar en bolas por la calle sin que nos llame la atención ningún burócrata de la autoridad civil con el cejo fruncido y la porra (la suya) tamborileando graciosamente en la callosa palma de su mano.
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