miércoles, septiembre 10, 2008

La verdad


La verdad está sobrevalorada. No hay más que echar un vistazo a los periódicos de la mañana para darse cuenta de que el montón de noticias que traen consigo estarían mucho mejor manipuladas, tanto en el caso de que se correspondiesen con los hechos de los que pretenden informar como si no, puesto que de estar manipuladas las noticias seguirían siendo igualmente mejorables debido a que en este país los rotativos tienden a hacerlo imitando a la verdad, a una verdad hipotética, ficticia, virtual, con el objetivo de convencer a sus lectores de que es una verdad contrastada, y ya hemos dicho al principio de este artículo que la verdad está sobrevalorada y por lo tanto no merece la pena luchar por ella ni por sus disfraces.

En las universidades insisten a los periodistas en que deben luchar por la verdad. Es algo que no entiendo: los profesores son unos irresponsables que abocan a sus alumnos a una vida profesional de infortunio en la que además de soportar el sudor de las redacciones, la cretinez de sus jefes y la indiferencia de los lectores se verán obligados a buscar la aburridísima verdad como un perro persiguiendo un autobús. Las universidades son un templo dogmático donde aprender un montón de reglas cuya única utilidad será la de apuntalar todavía más en nuestra conciencia que las reglas, o sea, sólo tienen un único cometido: violarlas. En ese aspecto sí podríamos asegurar que la universidad es una auténtica escuela de la vida. Pero pongamos un ejemplo sobre la insuficiencia de la verdad. Conocida es la cruzada que el periodista y profesor universitario Arcadi Espada defiende contra la retórica literaria en las informaciones periodísticas. Según él le verdad es suficiente y no precisa de adornos noveleros que hagan más atractiva la noticia. Por ello, ha dedicado buena parte de los últimos años a denunciar el incumplimiento de esta norma por parte de compañeros de la profesión en su blog personal, primero, y en el que actualmente mantiene alojado en El Mundo, después, cual chivato en pantalones cortos apuntando en la pizarra las gamberradas de sus amigos en ausencia de la maestra. El maestro de Arcadi Espada es el señor Pla (Josep), quien pasó a la historia de nuestra literatura por las anotaciones diarias sobre el periodismo y sus cotidianeidades y miserias en los cuadernos, grises y no tan grises, que Espada tiene hoy como su particular Biblia ética y estilística a aplicar en la vida y el trabajo. Pero hay un problema, o dos: Pla era un anciano catalán que vestía con boina y roía botas de vino, mientras que Espada es sólo un moralista; Pla nunca se tomó en serio a sí mismo, mientras que Espada se toma muy en serio a los dos, a sí mismo y a Pla; y etcétera. Leyendo los ambiguos y culebreantes apuntes de Espada sobre la profesión me alegro de haber hecho de ella una cosa más alegre, divertida y mentirosa durante mis años fértiles en el periódico donde ahora se dedica a él a poner las tildes sobre las esdrújulas. Inventé entrevistas, personajes y situaciones, exageré todo lo que pude exagerar, coloreé mis crónicas con infamias y desvergüenzas que no siempre eran verdad, pero que al menos hacían pasar un buen rato a los lectores y una irritación deontológica a mis jefes. Por último, señalar que hace un año coincidí con Espada en un acto y le eché el humo a la cara esperando una reacción. Lo único que hizo fue agachar la cabeza y mesarse el pelo. Le pregunté sobre la verdad, luego, y mientras hablaba no pude evitar fijarme en el abundante vello de sus brazos. Antes de que terminara, le interrumpí para contar chistes machistas y él se levantó de la mesa con cara de dividir entre trece. Conclusión: la verdad es para pringados. Me gustan los prejuicios y simplificar las cosas al máximo; opino, pues, que mi profesión podría dividirse entre los que como yo nos la tomamos con humor y los que como Espada hacen de ella un coñazo rutinario dedicado en exclusiva al cacareo de una realidad mediocre. Y es sabido que el lado oscuro chana infinito más que la monjita de Obi Wan.

No se crean: he tenido que hacer intensos esfuerzos intelectuales para clarificar mi mente y elaborar esta teoría; no todo en mí es palabrería frívola e inane. Fue cerca del año ochenta y cinco cuando preñé a mi novia Melisa y descubrí las posibilidades prácticas de la mentira. Los padres de Melisa, que por entonces aún iba al instituto, eran gente muy tradicional, y si no aceptaban de modo alguno nuestra relación menos aún iban a tragar con el embarazo; sin embargo, contábamos con la ventaja de que también eran gente despreocupada. Me explico. Por entonces los abortos no estaban tan en boga como hoy, y la chica era una sentimental, por lo que decidimos seguir adelante con el niño. Así, la solución al conflicto con su familia fue tan sencilla como descabellada: sencillamente, no se lo contamos. Cuando acudía a comidas familiares, sus estrambóticos parientes la azuzaban con comentarios del tipo: «deja de comer ya, que te estás poniendo como una foca». Y todos tan felices. La familia, por su parte, sigue sin tener noticias del churumbel. Ahora, que si bien yo había permanecido alerta al doble filo de la verdad, mi mujer no siempre fue tan astuta. Poco después del parto tuvo la osadía de confesarme dos cosas: la primera, que albergaba dudas acerca de la paternidad del niño, pues había mantenido relaciones con otro hombre; y la segunda, que me amaba profundamente, vamos, que me quería, vamos, que estaba enamorada. Tuvo lo que se dice un arranque de sinceridad, y lo pagó caro: yo no pude soportar la presión y me largué de casa. ¿Cómo podía decirme semejante barbaridad y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? Me refiero: ¿cómo podía decirme que me quería y al mismo tiempo pretender que me quedase a su lado? El anacoluto atentaba seriamente contra mis principios. Por lo demás no tuve inconveniente en aceptar la no-paternidad del niño; al fin y al cabo ello me permitió abandonar el hogar sin cargo de conciencia alguno, retomando así la despreocupada vida de soltero que, en realidad, nunca había dejado atrás.

¿Qué habría sucedido si Melisa hubiese ocultado la verdad? ¿Qué habría sido de mi vida si no hubiese confesado sus sentimientos ante mi terror adolescente (por entonces yo contaba con escasos treinta años a mis espaldas)? Probablemente ahora mismo estaría corrigiendo con fruición las esquizofrenias literarias que los compañeros de prensa deslizan entre informaciones cada vez más deformadas y alejadas de la realidad merced a sus ambiciones estéticas, al igual que un Arcadi Espada cualquiera, en lugar de aquí, eructando mamarracheces en un blog de prestigio sin cobrar un duro. Habrá quien considere mi posición del todo patética o retrasada, y tendrá su razón; mas no dejará de preguntarse ese obtuso si es verdad lo que escribo o por lo contrario fingimiento de poeta, y he ahí el motivo de mi superioridad moral sobre aquellos que veneran la verdad como medida redentora para la miseria humana: yo soy la sal que envenena sus dietas; yo dinamito el mundo desde dentro. Pero de verdad. O más o menos. Ya me entienden. Así.

viernes, septiembre 05, 2008

Ética y política (II)


Y la lata de Pepsi le dijo a la lata de Coca-Cola: «No me mientas; tú has estado con una lata Coque del Día de treinta céntimos».

miércoles, septiembre 03, 2008

Ética y política (I)


Y la lata de Pepsi le dijo a la lata de Coca-Cola: «Me estás robando el corazón». De fondo se oían platos lavarse, multitud de hornos en funcionamiento y un canturreo del sur. Más al fondo, gente, y más al fondo, grillos. Era, lo que se dice, música celestial. La felicidad sintética se había cobrado un nuevo éxito en toda la puta cara del siglo XXI.
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