domingo, abril 27, 2008

El cuadro (o burocracia sentimental)

¿Que si me apetece pasar las navidades en casa de mi oronda abuelita? Obviamente no. Pero bueno, tampoco tengo alternativa. Mamá se puso muy insistente la última quincena de noviembre, casi al límite de lo imposible, y como ya no había ido en verano era poco menos que una obligación familiar para mí hacer el paripé.

La abuela, por teléfono, se mostraba aséptica, imprecisa a veces, cuando le preguntaba, diciendo cosas como que lo más importante era que me lo pasara bien, y que entendía que prefiriese pasar más tiempo con mi amigas —«o con tu novio, si es que tienes novio, que yo no sé si lo tienes»— a aguantar a una vieja como ella. Lo hacía haciéndose la víctima, claro, que es a lo que se dedica cuando ya no tiene quien le tire de la lengua para comentar chismorreos vecinales. Para ella es una necesidad —sospecho—, la de tener una compañía que le dé cháchara inane sobre temas sórdidos de alcoba. Y lo es porque, de algún modo, eso justifica sus baboseos. Si cuenta con alguien a su lado que pregunte y que con sus preguntas dé pie a posibles respuestas encadenadas en las que los rumores se confundan con la realidad y se crucen versiones oficiales con hipótesis de mirilla, los remordimientos —pienso— se mitigan gracias a la excusa de que es ella —su compañía— quien ha preguntado. Esto suponiendo, claro, que tenga remordimientos.

Pero a lo que íbamos: ¿quién o quienes pueden desempeñar una función tan desagradecida como la que acabo de explicar? Sólo mi prima y yo, porque tanto mi madre como mis tíos no están mucho por la labor de pasarse por su casa a hacerle una visita, a no ser que alguna de nosotras permanezca allí amuermada haciéndoles la cobertura. Mi tío me lo dejó muy claro el verano pasado durante la comida anual en casa de mis padres:

—Yo a esa bruja no la aguanto —dijo tras darme (feliz) un par de palmadas muy ridículas en el hombro.

Y ahora es precisamente él quien me acompaña estos días de Navidad, puede que como penitencia por aquellas palabras de las que no tardaría en retractárseme en la más estricta privacidad. Pero estamos él y yo solos: ni mi prima, ni mi madre, ni mi tía Marta han tenido la deferencia de pasarse por aquí. Normal. Ya he dicho que mi abuela es un poco bruja, aunque quien lo haya dicho haya sido mi tío.

—¿Y mamá cómo dices que los prepara, Carlota?

—Cocidos, creo.

—Pues éstos están a la plancha. A mí me gustan más a la plancha. Aunque tu madre cocina muy bien.

—De las dos formas están ricos.

—Sí, exacto. ¿Tú qué opinas, Álvaro? ¿Los prefieres cocidos o a la plancha?

Mrgpf...

—¿Cómo dices, Álvaro?

—Que me da igual, mamá.

—Ésa no es una respuesta.

De modo que aquí estamos: el tío Álvaro, la abuela y yo, pelando langostinos en navidad. Me molesta mucho que la abuela se refiera a mi madre llamándola “mamá”. Es algo que me supera. «¿Cómo está mamá?» «¿Le han dado ya el crédito a mamá?» Y no porque tenga veintitrés años ni porque lo haga con cierto tonillo infantilizante. Me molesta, sencillamente, y ya está. No tengo una explicación definitiva para ello. Menos mal que desde hace unos años voy siempre preparada contra este tipo de accidentes. Intento ser lo más impermeable posible a sus bobadas y sus “mamás”, también no contestarle mal en ningún momento, porque en el fondo sé que no lo hace con mala intención.

—Cuánto salvaje —dice mi abuela al contemplar los resultados de un atentado en la tele—. Estos países, como Afganistán e Irak, parece que están siempre en guerra.

—Porque los meten en guerra, mamá.

—Ya, ya.

Hemos terminado la cena de navidad y a mi abuela no se le ocurre otra cosa que encender la televisión, pero no para ver la programación especial de estas fechas —tan popular entre la gente de su edad—, que ella lo hace para bucear en los canales de pago y detenerse en alguno de noticias refritas de esas que repiten sin piedad, una y otra vez, atravesadas por los mismos rótulos y adornadas con los mismos titulares.

Aburrida, saco el móvil y llamo a mi prima.

—¿A quién llamas? ¿A tu novio?

—Estoy llamando a Cristina.

—Dale recuerdos de mi parte. O, mejor, pásamela cuando hayas acabado.

—Parece que no lo coge.

—Ya, ya.

—Lo intentaré más tarde.

—¿Y a tu novio no lo llamas?

Mi abuela mira la tele sentada en el sofá con una manta de algodón cubriéndole las rodillas y una galleta en la mano, que mordisquea por los bordes como un ratón dejando que caigan migas sobre la manta. Ñam, ñam, va comiendo su galleta hasta que se le acaba y sacude las migas, depositándolas en una revista que saca del revistero de debajo de la mesilla. Álvaro vuelve de fregar los platos en la cocina y se sorprende al verla levantarse:

—Pero a dónde vas, mamá.

—A tirar esto a la basura. Y a coger otra galleta.

—No estás bien de la cadera y aún así has estado toda la tarde cocinando. ¿No crees que es hora de que descanses de una vez?

Lo cierto es que me asombra lo cínico que mi tío puede llegar a ser. Da la impresión de ser el típico tío al que ves de vez en cuando, con sus gafas y su cuello de la camisa por encima del jersey, su pelo teñido, esa buena persona que te sirve las patatas y pregunta por los estudios. Pero como mi familia está emocionalmente, y es casi imposible pararte a hablar con uno de sus miembros sin que a los diez minutos coja confianza y te cante las miserias de sus hermanos, primos, cuñados, en un alarde de sinceridad casi siempre etílica, una acaba por enterarse de todo. Y sé —porque lo sé— que Álvaro es un cabrón. El tío Álvaro. Un cabrón. Que dejó a su madre tirada cuando ésta tenía una grave enfermedad de la cadera por irse con una chilena diez años más joven que él con la que se fue a vivir al barrio de Lavapiés, en Madrid, a los dos meses de conocerse, porque era donde estaban los hijos de ella. Y que al poco de vivir juntos viajaron a Chile, donde no sé qué debió comer mi tío en mal estado que lo llevó al hospital a que le quitaran un trozo de intestino. Mi tío Álvaro. Sí. El mismo al que, de vuelta a España, no cuidó la chilena arribista, sino su madre, ya recuperada de la cadera.

Todo esto no lo cuenta mi abuela, porque para mi abuela no hay vida dentro de su familia. Ella prefiere atender a la de los demás, preferentemente a la de los vecinos, pero nunca a la de su hijo, o sus sobrinos —o incluso a la de sus dos nietas— cuando se trata de asuntos turbios. Para eso no necesita compañías autistas que le tiren de la lengua. No. Los que hablan por los codos son los que luego no quieren ir a su casa alegando tener que aguantar a una vieja retorcida cotillear sobre los vecinos, actitud que —al parecer— detestan. Todo muy coherente. Las familias a veces confabulan para destruirse en plan doméstico, aunque no se enteren de lo que pasa.

—Carlota —me dice Álvaro—, ya sabes que prefiero darte el dinero a comprar nada que luego pueda no gustarte, así que toma —y me entrega un billete de cincuenta—, éste es tu regalo.

Yo le doy dos besos, me guardo el billete en el bolsillo y vuelvo a mi asiento.

—Ahora, mamá, viene tu regalo —dice, y se marcha al cuarto de invitados, supongo que a buscarlo.

El tío Álvaro nunca se casó, pero siempre vive rodeado de mujeres. Ahora, según tengo entendido, está con una gorda rica medio ciega de un ojo que conduce un mini de lujo por las calles de Santander. Una vida muy exótica, la de mi tío. A mí me ha dado cincuenta euros y ya sólo por eso he de quererlo bien.

—¿Cuánto te ha dado? —me pregunta mi abuela—. ¿Treinta, cincuenta?

—Cincuenta —le digo, y hago una pausa:— creo; —así que extraigo el billete del bolsillo, lo miro y finjo confirmarme a mí misma—: cincuenta, sí —con aire de quitarle importancia

Mi abuela saca un sobre de entre dos revistas del revistero, y del sobre saca billetes, varios billetes, de los cuales —y tras haberse mojado sutilmente la yema de dos dedos— selecciona dos: uno de cincuenta y —ah, sorpresa— uno de diez. Qué bien. Mi regalo. La abuela me lo entrega satisfecha y medio me guiña un ojo —creo que era eso lo que intentaba hacer—, cuando de pronto mi tío entra en la sala con un cuadro en las manos forrado de papel.

—Aquí está —dice—, aquí llegan los reyes magos— y se ríe de su propio “chiste”.

—Oh, por dios —se queja mi abuela—. ¿Qué es lo que traes ahí?

—¿Quieres que te ayude a abrirlo? —le propongo.

—No hace falta, querida. Ya me lo abre tu tío.

Álvaro tuerce el gesto con discreción y procede a desenvolver el cuadro ante la atenta, rígida, severa —casi nazi— mirada de mi abuela. Con cuidado le da la vuelta y nos lo muestra a ambas. Es un retrato de mi abuelo, que murió cuando yo era niña. Un retrato de frente, circunspecto. Un retrato sin más.

—¿Qué opinas? —dice Álvaro, sonriente.

Mi abuela desvía su mirada nazi hacia los ojos de mi tío y ruge:

—¿Se puede saber qué es esto?

Ante la nueva descarga de tensión que se avecina, decido separarme y volver al sofá a ver la tele, esta vez con el volumen más bajo.

—Llevé una foto de papá a un amigo de Juan Carlos que es pintor —se explica mi tío—, le di un dinero y él me hizo este retrato. Pensé que te gustaría.

—Oh, sí, me entusiasma. Vamos. Con lo alegre que es…

—¿Alegre? —se sorprende mi tío—. Es un cuadro de papá, no tiene que ser alegre.

—Mira —protesta mi abuela—, mira qué colores. Y qué expresión. ¿No había otra foto que pudieras llevarle?

—Ésta está bien, mamá. No veo por qué reaccionas de ese modo. Y con respecto a los colores, quedaría muy bien a juego con la cómoda encima de esta pared.

—Oh —dice mi abuela—, oh. Oh. No esperarás que lo cuelgue.

—¿Qué querías? ¿Qué te regalara un cuadro para tenerlo guardado?

—Pues yo no pienso colgarlo. Mira qué colores, qué expresión. Mira, mira. Tú, claro, es que no vives aquí. Pero yo tendré que levantarme todos los días con ese recuerdo de tu padre. —Hace amago de santiguarse.— Mira qué colores, mira. Todo marrón. Me levantaré por la mañana recordando a tu padre en marrón.

—Si quieres le digo que te haga una copia a carboncillo —plantea mi tío—. Es su especialidad.

—Bueno, hombre, lo que me faltaba. Tenerlo en blanco y negro. Con lo que le gustaba a mi Antonio la tele en color. Se puso como un niño cuando la compramos.

—Lo recuerdo, sí.

—Estaba más contento que tú.

—Sí, lo recuerdo.

—Pues entonces no entiendo cómo has pagado por un cuadro tan horroroso.

—Mamá, no exageres.

—Es lo contrario a lo que era tu padre. Tu padre no era marrón.

—Te repito que pensé que era un buen regalo, un homenaje.

—Ya, ya.

—Pero nada, si no te gusta me lo llevo y lo cuelgo yo en mi casa.

—No, por dios. Por dios. Deja. Si en el fondo sé que lo has hecho con corazón. —Le da dos palmadas en el hombro, suaves.— Mañana mismo llamo a Alfonso para que me lo cuelgue donde tú querías.

—¿A Alfonso? ¿Para qué necesitas Alfonso? ¿Acaso me crees incapaz de colgar un cuadro? ¿Estás de broma?

—Quita, quita, que no eres nada mañoso. ¿Hace falta que te recuerde la última vez que intentaste clavar un clavo en esta pared? Casi me tiras la casa. —Vuelve la vista, dirigiéndose a mí:— Tu tío es la persona menos mañosa del mundo.

Álvaro cierra los ojos y pone un gesto como de morderse la lengua, aprieta los puños y recoge el envoltorio del cuadro, que lleva a la cocina o a alguna habitación, no sé, tras marcharse de la sala, parece que tentado a dar un portazo al salir. Mi abuela, apaciblemente, devuelve su culo al sofá, con su manta y su galleta. (Desconozco de dónde ha sacado esta nueva galleta.) Me mira, me remira, mira al televisor y sonríe. Pone su mano en mi rodilla.

—Ese pintor —dice—… creo que sé quién es.

Yo me quedo en silencio, pero ella continúa tras la pausa:

—Si es amigo de Juan Carlos —me mira—, Juan Carlos, ¿sabes? —mira al televisor—, si es amigo suyo, entonces ya sé quién es.

Volvemos a quedarnos en silencio. La tele está tan bajita que puedo oírla respirar y —casi— pasar la lengua por su dentadura. Cierro los ojos, me resigno, los abro de nuevo y digo:

—A ver, abuela, cuéntame… quién es ese pintor.

Ay. La familia.

lunes, abril 21, 2008

La xeada


La xeada (en gallego) es un invento meteorológico que sirve para mantener la atmósfera a temperaturas inferiores a los cero grados y que en consecuencia haga mucho frío y se criogenicen los estanques. Es, como digo, un invento fabuloso. A mí me encanta, lo admiro mucho. Gracias a él los moros no se tomaron en el norte las confianzas que en otras partes de la geografía española, porque la xeada se da en el norte, que es donde hace frío, mientras que los moros venían del sur, donde suele hacer más calor. Si no fuera por la xeada, los moros habrían permanecido aquí más de tres insignificantes décadas, y nuestras tataratatarabuelas se habían visto obligadas a mantener lascivos encuentros con ellos, por lo que ahora nosotros tendríamos sangre extranjera en nuestras venas y no seríamos puros. Yo tengo un gran respeto por la pureza. Yo no quiero ser moro, ni siquiera medio moro. Bendita sea nuestra xeada.

De niño —de muy niño— tenía la mala costumbre de andar por ahí desnudo. No es que fuera exhibicionista, pero sí bastante insolente, sí bastante temerario. Y, para ser sincero, no iba desnudo del todo: a veces me ponía (ridículas) camisetas que disimulaban mi desnudez, y otras veces iba en calzones. Pues bien, en una de estas me encontraba —desnudo pero en calzones— paseando por mi pueblo una mañana de invierno, cuando me paró un señor arrugado que masticaba un palillo. El señor me dio una moneda, enderezó su desvencijada espalda y con una sonrisa torcida bramó:

—Eu á túa idá tronsaba a xeada co peito.

Desde entonces para mí aquel anciano fue un héroe, una especie de referente. Moriría meses más tarde.

Yo, por mi parte, cogí un resfriado.

Desconozco cuál será el destino de la xeada cuando el cambio climático llegue. Es posible, por qué no, que desaparezca, y con ella nuestra pureza. Es posible que el día de mañana nuestros bisnietos se llamen Hassan, merienden dátiles e higienicen su suciedad anal con los dedos de la mano. Pero hay una cosa que no nos arrebatarán: el derecho a confirmar nuestra masculinidad enfermando como desequilibrados y canturreando al hablar. No sé yo si será cultura, pero es lo que nos queda, y oye, es hasta divertido.

Buenas noches, boas noites.

[Este artículo fue censurado por EL FARO DE VIGO]
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