martes, agosto 28, 2007

Umbral: de la provincia al tópico


Sucede que el que firma no acostumbra a hablar de elecciones, de películas que se estrenan o señores que se mueren cuando las portadas de los periódicos, con sus columnistas, sus críticas y sus esquelas, ya han dado parte y planteado el juego, cuando las cartas ya están echadas y poco o nada se puede añadir escribiendo sobre ZP, sobre el estreno del verano o, como es el caso, sumándose al gang bang onomástico que supone el fallecimiento de una celebridad como era y es Francisco Umbral, pero a veces, boicots de la conciencia, uno se pone triste y no puede evitar salir de su retiro para decir adiós como los tontos de los puertos y las estaciones de autobuses, que sin nadie a quien despedir despiden a todo el mundo, tontamente, aunque convencidos, eso sí, de que su voz es más sincera que la del resto, teniendo seguramente bastante razón.
Umbral se ha muerto, como era de prever, de madrugada, y lo ha hecho viejo, encamado y no sé si entubado, pero dice Esperanza Aguirre que dictando una última columna que finalmente no ha podido dictar (por eso de morirse, se supone), fantasía bastante graciosa si se tiene en cuenta que los últimos artículos del escritor estaban como ennegrados, sin que esto suponga nada reprensible para Umbral, ojo, cuyo estilo único, mimético y adictivo, es muy dado al oficio, lúdico si se quiere, y no tendría por qué mermar en absoluto su fama de escritor compulsivo de olivetti y cadencia enviciada, que lo era y a mucha honra. (La anécdota de Aguirre se parece curiosamente a aquella falacia, también muy graciosa, de que Cela había muerto al grito de «Te quiero, Marina… ¡viva Iria Flavia!», que tanto repitieron las señoritas de los informativos de entonces.)
Hablaba de conciencia porque sería muy irresponsable por mi parte obviar la noticia habiendo leído, amado y plagiado tantas veces al muerto, que además se muere en comunión con una actriz de teatro de cara de abuela (Emma Penella) y un futbolista andaluz (Antonio Puerta), quedando su muerte amargamente relegada a un tercer plano. Y es que en estos casos los presentadores tienen que decidir con qué muerto abren el programa de hoy, y el Tomate, de momento, se queda con el futbolista, menoscabando a Umbral al reseñar únicamente su colegueo con don Jaime de Marichalar, con lo que su muerte se desmarca como una muerte injusta, muerte de escritor, apremiando aún más la necesidad —responsable— de un homenaje, por fútil o vulgar o rebañesco (o prescindible) que pueda parecer.
Los periódicos manejarán en estas fechas todos los tópicos Umbralescos: «mejor prosista en castellano del siglo XX», «poeta en prosa»; que si «hizo de la columna un género literario», que si fue «polémico y controvertido», que si la bufanda, que si la voz ronca. Comprende uno lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria. Los adjetivos o las frases pueden estar equivocados, puede haberlos lanzado el propio interesado, o un editor torpe, pueden estar equivocados. Es igual. Nadie los moverá ya nunca. Luchar por el nombre, en España, es luchar por el tópico. Nunca se llega a la gloria, ni a la fama ni a nada. A lo más se llega al tópico.
—Caramba, usted ya se ha hecho un nombre, una fama.
—Perdón, yo me he hecho un tópico.
Si uno tiene aplicación y constancia, y no es absolutamente tonto, al final de la vida lleva su tópico como Sísifo su piedra. Eso es todo. Nadie ha estudiado en serio a nadie, y si alguien lo hace, como no se lee, lo que siguen funcionando son los tópicos de periódico. Que si las gafas de pasta, que si «yo he venido aquí a hablar de mi libro».
Ahora sale don Paco de cadáver exquisito, reposando su muerte en la clínica Montepríncipe, disfrutando, etéreo, de conexiones en directo para las teles, halagos de enemigos oportunistas y elegías de rigor, como las folclóricas. La muerte, vaya, sigue siendo un sarao. Él tenía mucho de folclore y lo sabía, por eso se preocupaba, ya de chico de provincias recién llegado a la capital, en oler bien, en llevar el estilo más allá del libro, en vivir como escritor. Yo creo que lo consiguió, desencantado, creo que era el Escritor con mayúsculas, entretejido a la sociedad, a la vida y al mal como todos los hombres, creo habría sonreído al ver el Madrid que hoy le entierra hosco, frío, hueco, con un absurdo y momentáneo revuelo de plumeros, coches, músicas, marichalares y presidentas de la comunidad, por y a pesar del tópico.

Berto Zárate

domingo, agosto 05, 2007

Desmitificando al Lute


Socialmente nuestro país conserva aún una cierta camaradería en lo relativo a la delincuencia, el trapicheo o la supervivencia de la mala vida en general, porque éste es un país muy ingenuo y muy poco inocente, donde confiamos a ciegas en el pequeño héroe que esconde el atracador de licorerías en un interior que siempre es íntegro, siempre es honesto y siempre desprende el virtual reflejo del hijo de puta que con el que soñábamos ser pero nunca nos atrevimos. Creemos a pies juntillas esa épica historia de superación personal que el boca a boca va formando, cerrando los ojos y abriendo la mente para imaginar al proscrito ideal, y lo creemos porque sea o no verdad es lo más emocionante o bonito o heroico; en definitiva, lo más literario.
En España la literatura del delincuente empezó a calar con el Lute, y a él y su recuerdo le debemos en buena medida el asentamiento de esa mitología tan entrañable y chulesca, la del ladrón. Las dictaduras tienen muchas cosas buenas, lo que pasa es que la gente es de ideas fijas y se pone muy tensa y muy fascista a la hora de debatirlo, pero es indudable que las tiene, y entre ellas la mejor es aquélla que justifica el crimen con el chollo de la opresión. Recuerdo que durante el período franquista mis mejores amigos atracaban ultramarinos a la voz de ¡Libertad! o ¡Franco cabrón! y luego compartían el botín conmigo en la adquisición de fruslerías subconsumistas bastante alejadas del bolcheviquismo y el anarcoterrorismo que ponderaban con entusiasmo desatado. Al Lute le tocó ser el enemigo público número uno en tiempos donde los enemigos de la patria eran rojos y masones, que a todos nos caían muy bien y alguno incluso lo era, con lo cual hoy es inevitable la reminiscencia del estado opresor en cada atraco mediático. Los autocracias tendrán sus defectos, pero son esos defectos los que nos legitiman para virar la tortilla y agitarnos la conciencia moral haciendo de lo bueno lo malo y de lo malo lo mejor; las dictaduras inmunizan éticamente a las sociedades y con ello nos autorizan para utilizar la violencia y unirnos al crimen, lo cual desmadra un poco el panorama, pero siempre de un modo familiar, porque al fin y al cabo y pase lo que pase, todo queda en familia. El terrorismo, sin ir más lejos, es un invento —involuntario— de las dictaduras, y qué sería de las civilizaciones occidentales de hoy en día sin el terrorismo, por dios. Inconcebible. A pesar de que ahora muchos agachen la cabeza, ¿quién no brindó el día que voló Carrero? Para nosotros las bombas eran una forma más de libertad, que aún encima era divertida y nos hacía sentir peliculeros; ahora con el coñazo de la democracia dando por detrás todos tenemos demasiado claro dónde están los polos; sin enemigos que justifiquen nuestras fechorías la vida es un aburrimiento. Así pues, el Estado de derecho obliga al peatón actual a inventarse las causas, y hay quien tiene la torpeza de caer en la trampa y creérselas, de ahí que los terroristas actuales nos resulten tan antipáticos.
Después del Lute vinieron el Pera, el Vaquilla y sucedáneos. Ésta era una España desteñida que se esforzaba por ser algo, puede que moderna, pero que de puertas para dentro seguía siendo tan cutre tan marrón y tan española que a todos nos entraba la risa melancólica al oír por la radio las medallas de cartón que la delincuencia juvenil se ponía al cuello. Había demasiada pana, demasiados garitos y demasiada heroína. De aquella época, más bien confusa, conservamos con interés documental la lente empañada y húmeda de una de esas miradas translúcidas en su suciedad —en la que, por cierto, se recreaba—: la de Eloy de la Iglesia y sus películas, que sin pretenderlo hoy se nos antojan irreverentes, cuando en realidad fueron concebidas desde la tristeza, el pesimismo y el nihilismo desideologizado. De ahí en adelante nos estancamos en la materia: sólo había barcos y narcos. Las drogas lo cambiaron todo porque hicieron del pequeño delincuente un don nadie y un don mierda; lo consumieron hasta distraer la atención al que le proporcionaba el combustible descombustibilizador. ¿Para qué interesarnos por los callejones cuando podemos focalizar nuestra atención en el que arrincona allí a la escoria? Con las drogas vino la autodestrucción, también muy heroica y literaria, pero menos comercial, con lo que la lírica del crimen se mediatizó en exceso, volviéndose elitista. El Partido Socialista, Ruiz Mateos, etcétera, ayudaron bastante en la progresiva gangsterización nacional en la que cada ministro (y, por qué no, cada guardia civil) era un pequeño Capone. En el poder y en el poderoso estaba el morbo; las páginas de sucesos se vaciaban en las revistas rosa y las peluquerías.
Tuvo que venir, allá por lo noventa, un bizco muy gracioso, calvo pero con peluquín, para dignificar de nuevo el crimen y devolvérselo al pueblo, que es a quien de verdad pertenece. Con el único propósito de joder al jefe, este empleado de una empresa de seguridad cuyo muy castizo rostro parecía extraído de una viñeta de Ibáñez, se largó con cincuenta kilos en un furgón blindado. Aquél era un dinero sin propietario, dinero indefinido, abstracto. Dionisio Rodríguez, El Dioni, se hizo con nuestros corazones y hasta con una canción de Sabina; luego huyó a Brasil, se folló la pasta, lo capturaron y torturaron en una comisaría de Río, fue extraditado a España, entrevistado varias veces por el Loco de la Colina y coronado como ídolo de masas. También grabó un par de elepés de bossa nova fusión. Quizá por ser una chapuza (¿hay algo más nuestro que una chapuza?) el golpe del Dioni caló tan hondo en la España de los noventa, que quiso ver en él una bofetada contra todos los jefes y todos los bancos del mundo. A falta de sueños americanos buenos son furgones.
En los últimos tiempos hemos sido testigos del auge y caída de un nuevo juguete roto, de la vida y ahora de los medios, que quiso ver en las aspas del molino y las fauces del Estado un óbice para la libertad individual y la felicidad sentimental: El Solitario, como hasta hace poco lo conocíamos, logró erigirse como enemigo público número uno apoyado en un método rústico pero efectivo (en cierto modo también algo chapucero); disfrazado de Eugenio (el circunspecto catalán que ametrallaba chascarrillos) entraba en los bancos asido de una muleta con la que sorteaba el control de metales, y en una tocata y fuga algo atropellada obligaba con comedida brusquedad a los bancarios a llenarle una bolsa con billetes grandes para luego salir pitando en su todoterreno, bien blindado y provisto de numerosas armas y munición. El dinero, como recientemente hemos sabido a tenor de su detención, se lo enviaba, romántico él, a su novia brasileña, a la que presuponemos más joven y bella que el delincuente. Alrededor de dos o tres años llevaba El Solitario atemorizando a las fuerzas de seguridad del Estado con sus fechorías; en ese tiempo tuvo ocasión de decepcionarnos por primera vez a aquellos que depositamos nuestras ilusiones en él con un par de tropezones que supusieron el asesinato de dos señores policías. Eso de matar, sin que en absoluto desmerezca sus gestas políticamente, sí las enturbia desde una perspectiva ética, cosas de la democracia (que como ya hemos dicho amaricona) y los principios morales. Uno se pone pudoroso a la hora de desearle suerte a un asesino, por mucho que la suerte no se la desee para asesinar, sino para robar. (Esta cuestión, la del remordimiento y los principios, que no deja de ser periférica, sí interesa bastante a las masas y es ciertamente discutible, pero ya hemos dicho que hay determinados tabúes para los cuales los progres, los rojos, los masones, la gente prudente, los lectores de Paul Auster, los contertulios de la SER y algunas buenas personas suelen tener bastante reparo en tocar, y se ponen fascistas, dogmáticos y tensos, muy tensos, al hacerlo.) Con la detención y posterior lapidación de El Solitario no se ha hecho sino descuartizar el mito, aniquilar lo poco que quedaba de lirismo en la bohemia de la pendencia y el sarao del crimen. Yo ya había empezado a desconfiar de este hombre cundo leí la frase con la que había increpado a una cajera, justo antes de tirotearle el pie ante lo exiguo del botín: ¡Dame los cuartos! Esas palabras evidencian la poca clase de un ser que probablemente adolezca de algún desequilibrio psíquico grave.
Al Lute, con su recuerdo reducido a anécdota de mecedora y a latiguillo de labio fácil (camina o revienta), con su leyenda y su poesía, se lo han cargado (nos lo hemos cargado) entre todos. El pobre, al que el bigote le ha espesado y encanecido, ya se había encargado de desmitificarse él solito cuando no hace mucho acaparó algunas portadas por pegarle palizas a su mujer, siempre presuntamente, pero nos hacía ilusión creer que era algo más, que había estudiado derecho en la cárcel y que la sangre y las lágrimas, en su caso, sí habían merecido la pena. Quizá nos equivocamos o quizá no. El caso es que nos hemos convertido en una generación de escépticos cuyos e hijos y cuyos nietos son más escépticos aún. No creen en los reyes (por no creer no creen en la infanta Sofía), cómo van a creer en El Solitario, animalitos. El sorprendente parecido físico del atracador con Joselito, pètit ruiseñor de Alcobendas en la infancia y enfermizo politoxicómano en la madurez, no es más que una constatación certera y dolorosa de la realidad que parece empeñada en prevalecer sobre cualquier literatura o cualquier mito, porque la utopía del crimen y el criminal es líquida y cicatera; nos queda, en todo caso, el whisky y el sexo con las vecinas.

(Artículo publicado el EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, el 27/07/07)
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